Caminaba sola por la calle vacía, estaba atardeciendo(uno de esos atardeceres de mentira de la ciudad que tan poco me gustan). Me sentía bien, iba mirando de un lado a otro distraida, con una media sonrisa en los labios, pensando en lo hermosas que resbalarían las gotas de la lluvia por aquellos balcones...
-¡¡WREEEEEEIIIGGGHHH!!
Se me rompieron los pensamientos poéticos de golpe. Solté una carcajada. ¿Por qué me sorprendía? Era su típico grito vikingo.
Apresuré el paso y llegué a la pequeña placita con una sonrisa deslumbrante. Allí estaban los de siempre: El joven barbudo inseparable de su litrona, la chica con la cara llena de piercings y mechas entre rojas y rosas en el pelo... Todos de negro, estudiantes de arte, química, o quizás nada... Todos raros, todos iguales.
Yo distinguía especialmente a dos, a la Dama de Negro y al Vikingo. Mientras me sentaba con ella, me interrogaba sobre mis ausencias, charlábamos y reíamos, yo sonreía.