Hace unos tres años que la conocí. Era rubia, con el pelo larguísimo, liso, con un corte recto. Llevaba gafas de montura negra y, tras los cristales, centelleaban sus ojos verdes.
Me encantó desde el primer momento en el que la ví. Su apariencia era atractiva, misteriosa y singular, pero presencié un apoteosis en mi vida cuando entablamos conversación.
Al principio me expuso las murallar de su corazón con todos sus centinelas armados. Yo los ignoré y le mostré admiración sin que rozara la estupidez.
Recuerdo los días en los que podía captar(no sin que me arrancara una sonrisa) su presencia al ver por el rabillo del ojo como su melena rubia se desplazaba, como flotando en su espalda, brillando como un segundo sol. Desde el primer segundo supe que era una persona especial.
Poco a poco, me fue dejando que me acercara, fue hablandome con menos brusquedad. Hasta que llegó el día en el que quedó conmigo por primera vez. ¡Qué feliz me hizo!
Sus palabras eran una maravilla, parecía que formara una sinfonía a cada frase, sinfonía que yo convertía en verdad absoluta dentro de mi cabeza.
El tiempo hizo que entrelazaramos aun más estrechamente nuestras vidas, ella fue mi confidente y yo la suya. Ella recogió cada lágrima que derramé por amor y yo cada una de las que ella derramó por la vida. Ella era todo lo que yo necesitaba en ese momento de mi vida.
Hoy ya han desaparecido el reflejo del sol en su pelo rubio y ojos verdes. Por no quedar, no queda ni una foto en condiciones...